Me temo que es mi constante ansiedad la que me ha orillado a tantos cambios; constante ansiedad que siento todo ser humano posee, hasta ahí siento que no soy tan distinta de los demás. Pero lo que resta si varía con este entorno, mediocre casualmente entretenido entorno.
Y cuando hablo de cambios no es los cambios que realizo en una revolución, es más bien como un conjunto de revoluciones. Inevitablemente recuerdo esa frase del tostado libro "Opio en las nubes": Todos llevamos un cementerio adentro. ¿A cuántas esperanzas esperanzas puse a dormir; a cuántas Marianas maté con los ojos cerrados, sangre fría, al final de largas noches de reflexión y búsqueda de redención; a cuántos de mis falladas ilusiones y realizaciones mediocres de amor aún sigo llevándole rosas azules que cultivo en cada nota; quién cuida de este tétrico lugar; quiénes llegaron aquí por homicidio en un arranque de cólera; tomé en cuenta los olvidos; terminaré esta rídicula e introcéntricamete interesante pregunta?
En mi décimoséptimo cumpleaños, reflexioné en los momentos que tuve tiempo (estuvo colmado de sorpresivos trajines, como ir a la peluquería con mi madrastra) y realmente hubo instantes en los que tuve miedo mirar atrás porque imaginé un ejército de zombies saliendo de sus tumbas. Irónico: zombies (el que sepa mi historia reciente, sabrá porque me detengo aquí.) Pero después me siento tan ingrata por toda esta vida que se me ha permitido vivir y me hago la pregunta: ¿me gané, moralmente, la oportunidad de un año más de habitar en esta tierra o es que por inercia permanezco hasta que llegue mi hora?
Inconscientemente, me propuse que debería revivir mis propósitos, pero no soy un Mesías que levanta muertos, que dilema. Pero creo que por eso vino Él.
Todo se vuelve más claro.